(*Articulo publicado en el Diario Información del 30 de Julio de 2016, ver aquí)
Durante un tiempo, mucho tiempo, las personas dedicadas al estudio del cielo eran llamadas filósofas (palabra proveniente del griego filo (φιλο) -amor- y sofos (σοφος) -sabiduría-, significando por tanto amor por la sabiduría). No hace tanto de eso. Hasta principios del siglo XIX, Astronomía y Filosofía eran herramientas paralelas para describir la realidad. A partir de la Revolución Industrial se produjo una especialización de la Física en general que, si bien por un lado permitió el avance a pasos agigantados de los diferentes campos (incluida la Astronomía), también ha hecho que olvidemos, en parte, nuestro origen.
Pasamos de cuestionarnos preguntas fundamentales, existenciales, a trocear el Universo en diferentes especialidades sin práctica interconexión, olvidando la pausa y la reflexión que aportaba la Filosofía. En la última década, los descubrimientos en Astronomía han sido tantos, tan sorprendentes y tan espectaculares, que no nos ha dado tiempo a parar un segundo y, simplemente, pensar. La política científica de los gobiernos tampoco nos da mucho margen para ello. La necesidad de publicar artículos científicos en prestigiosas revistas con el fin de obtener becas, contratos precarios y postdoctorados que nos permitan seguir haciendo ciencia, nos obliga a centrarnos en sacar resultados relativamente rápidos y que, en ocasiones, están vacíos de contenido relevante. Pero «esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión».
Sin embargo, precisamente estos espectaculares descubrimientos de los que hablaba antes, ahora nos hacen volver atrás, a nuestros orígenes, y nos obligan a plantearnos cuestiones que se comienzan a acercar al plano filosófico. Hemos podido observar tan profundo, tan lejos, tan atrás en el tiempo, que los objetos más viejos que conocemos en el Universo se formaron pocos cientos de miles de años tras el Big Bang (es decir, si comparamos el Universo con la vida de una persona, es como si estuviéramos viendo cómo era esa persona cuando tenía cuatro años). Lo que vemos ocurrió hace tanto tiempo que no sabemos el estado actual de esas galaxias. Y esto nos lleva a cuestionarnos una pregunta a la que, por increíble que parezca, no podemos dar una respuesta: ¿cómo es el Universo ahora mismo? Puesto que la luz tarda un segundo en recorrer trescientos mil kilómetros, cuando miramos a objetos muy, muy lejanos, vemos cómo eran cuando emitieron la luz que hoy nos llega a nosotros. Por poner un ejemplo cercano, la luz del Sol tarda 8 minutos en llegar a la Tierra, de modo que cuando miramos al Sol, estamos viendo cómo era hace 8 minutos. Si quisiéramos ver lo que está ocurriendo justo ahora en Sol, tendríamos que esperar 8 minutos. Así, podemos saber cómo era el Universo en sus inicios, pero no podemos saber cómo es actualmente. Y tendríamos que esperar miles de millones de años para saberlo. El simple hecho de la velocidad finita de la luz plantea cuestiones irresolubles, problema en el que la filosofía (que no la fe) comienza a tener un papel relevante. Pasado, presente y futuro se entrelazan y superponen, siendo difícil dar una definición de esta línea del tiempo.
La mera existencia del Universo es en sí misma un cuestión filosófica. La ciencia, entendida como el planteamiento de hipótesis y su posterior constatación mediante observaciones (el método científico) puede ser aplicada hasta cierto límite temporal y espacial, conocidos como tiempo y longitud de Planck. La mecánica cuántica nos dice que ni siquiera tiene sentido preguntarse qué había antes de este tiempo porque ni tiempo ni espacio habían sido definidos hasta entonces. Y es aquí donde la indagación filosófica pide paso para permitirnos comprender lo que ello significa.
Otro claro ejemplo de reconciliación entre Filosofía y Astronomía es la búsqueda vertiginosa de vida fuera de nuestra Tierra. La detección de miles de planetas fuera de nuestro Sistema Solar, algunos de los cuales podrían reunir las condiciones que tenemos en la Tierra para que sea posible la vida tal y como la conocemos, o los indicios de océanos de agua líquida en algunas de las lunas de nuestros gigantescos vecinos Júpiter y Saturno, plantean preguntas que van más allá de la concreción científica: ¿qué extraña correlación de fuerzas provoca que se den las condiciones necesarias para el desarrollo de eso a lo que llamamos vida? Es más, ¿qué es la vida? ¿Qué son esas «normas» o «leyes» que gobiernan el Universo y a las que llamamos Física? ¿Por qué funcionan como lo hacen y no de otra forma? La búsqueda de vida fuera de la Tierra y su posible consecución en un futuro relativamente próximo, abren una puerta a cuestiones a las que aún no estamos preparados para responder.
Así, tras un periodo de reflexión, ambas disciplinas del conocimiento se vuelven a dar cuenta del amor que se profesaban, de la admiración que se tenían, de cuánto se necesitaban. La nueva pero lenta reconciliación de estos dos campos, con los avances acaecidos en este tiempo, promete inspirar a científicos y filósofos, empujándonos hacia la búsqueda de respuestas más allá de lo esperado. El futuro de la Astronomía está sin duda alguna ligado a la Filosofía, materia que nos convierte en seres mentalmente activos y librepensadores, y nos proporciona un punto de vista más global, sacándonos de nuestro practicismo infundado y abriéndonos la mente a nuevas formas de afrontar los retos científicos.
Jorge Lillo-Box
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