Desayuno en Terranova

Desperté como cualquier otro día, tumbado en la cama, de costado, siempre del mismo costado. Era el día 8 del año 547, o al menos eso decía el despertador. Muchas veces ese maldito aparato fallaba y se quedaba congelado, dejando la concepción del tiempo a mi pura imaginación. Esos días, cuando mi cerebro decidía activar las neuronas encargadas de abrir los párpados, tenía que salir de mi cuarto y mirar el reloj del reducido espacio al que me gustaba llamar “la cocina” para comprobar si tenía que seguir durmiendo o si por el contrario ya debería llevar varias horas levantado. Pero hoy el maldito aparato había cumplido su función y a las 7:00 del día 8 había emitido aquélla exasperante música que no había conseguido cambiar desde que lo recibí. Automáticamente las persianas de mi apartamento se habían abierto y la luz de nuestra estrella, siempre tenue en este sector, atravesaba implacable el vidrio de mi ventana. La orientación de mi cochambroso piso de 20 metros cuadrados en la planta 523 del edificio J-3210 era, sin embargo, buena. No era fácil conseguir uno de los apartamentos en los que poder disfrutar de rayos de luz directa dentro de tu casa, y más aún en barrios tan alejados de la Línea Alpha. 

El Consejo del Viaje había sido el organismo encargado de decidir la estructura socio-económica y  la organización social más de 2000 ciclos atrás, en preparación para la Gran Migración. Por aquél entonces, Emma y Robert, mis padres, ni siquiera se habían conocido y yo no era más que dos células independientes en dos cuerpos distintos que unos años más tarde se unirían en el útero de Emma en algún lugar perdido del vacío infinito entre el antiguo y el nuevo Sol. Pero esa, es otra historia.

La Línea Alpha marcaba la frontera interior del Anillo Central, una región de 10 kilómetros de ancho que circundaba nuestro planeta, Terranova, alrededor de su terminador. Este era el sector privilegiado y el único en el que la vida podía ser lo más parecida a la del viejo mundo. Pero Terranova no era el final de El Viaje, ni mucho menos, solo una solución temporal. Desde luego, un planeta que ofrece siempre la misma cara a su estrella no es lo más deseable para una civilización acostumbrada a vivir en un mundo con días y noches. Pero además, la cercanía al nuevo Sol hacía que la vida en la cara diurna fuera completamente inviable, con temperaturas de más de 90ºC debido a su gran proximidad al nuevo Sol. La cara nocturna, por otro lado, resultaba algo menos hostil, pero ¿quién quiere vivir sin luz natural? Aunque la vida allí no estaba prohibida como en la cara diurna, escasas personas habían decido establecerse en ella. Era, sobre todo, gente de pocos recursos a la que habían asignado viviendas en el Anillo Exterior, cuyas condiciones eran deplorables y dónde la delincuencia por la falta de recursos era insostenible. En cualquier caso, mudarse a la cara nocturna era una condena a muerte: la esperanza de vida de los que, por su desesperación, habían cruzado la Línea Oscura, era muy limitada por las consecuencias en el organismo de la falta de luz natural. Era, sin embargo, una forma de disfrutar de una vida corta pero más confortable y relajada.  El Anillo Central estaba delimitado con el Anillo Exterior por la Línea Beta; y con el Anillo Interior por la Línea Alpha. La vida en el Anillo Interior también era dura, con temperaturas continuas de unos 40ºC en el exterior y unas infraestructuras sencillas, alejadas de las comodidades centrales.

Afortunadamente, la suerte había sonreído a mi familia en el sorteo final, y ahora podía incorporarme y poner los pies en el cálido suelo de mi pequeño apartamento, cerrar los ojos y dejar que aquéllos débiles rayos de luz impactasen contra mi piel. Un placer al alcance de unos pocos. Y en pleno éxtasis melanínico…”¡ding!”  Siempre puntual, el sonido digital de una campana anunciaba la apertura de la pequeña compuerta de “la cocina”, que se abrió a las 7:12 y se cerraría a las 7:13. En su interior, una taza de café y un bizcocho. 

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