Sé que no sois muchos los que venís por estos lares “del internet” pero hoy quiero contaros algo desde otra perspectiva, porque creo que no se está entiendo bien la urgencia del momento que vivimos. Empiezo por la conclusión y luego os la argumento: No hay un planeta B, ni lo habrá.
Los hay que aún hoy por hoy se niegan a aceptar la ingente cantidad de evidencias científicas sobre el cambio climático y sobre el papel que nosotros, los humanos, estamos teniendo en el mismo y en su aceleración descontrolada. No me dirijo a ellos porque, para empezar, son una minoría y no merecen que les dedique una sola línea más en este artículo. Sin embargo, sí hay una mayoría de gente indiferente respecto a este tema. Bien sea porque es un problema a largo plazo, y ya se sabe que los problemas a largo plazo los resolverán generaciones futuras cuando para ellas sea un problema a corto plazo, bien sea porque simplemente es un tema que no interesa o bien sea, directamente, por desconocimiento, porque los canales de información por los que están al tanto de las novedades del mundo no inciden en este problema de altísima urgencia. A todos ellos y ellas son, principalmente, a los que me quiero dirigir en esta entrada.
Mirad, en los últimos 30 años, la Astronomía observacional, la parte de la Astrofísica que se encarga de escudriñar el cosmos a partir de observaciones con telescopios y radiotelescopios desde lugares tan maravillosos como en el que me encuentro ahora en la Isla de La Palma, ha ampliado sus horizontes con la exploración exoplanetaria. Desde que en la década de los 90 se encontraran los primeros sistemas planetarios más allá de nuestro Sistema Solar, y siglos después de que Giordano Bruno rompiera definitivamente con el geocentrismo afirmando en su magnífico libro de diálogos Sobre el Infinito Universo y los Mundos (1584) que “Existen, pues, innumerables soles; existen infinitas tierras que giran igualmente en torno a dichos soles, del mismo modo que vemos a estos siete girar en torno a este sol que está cerca de nosotros.”, la Astronomía observacional ha puesto un énfasis especial en la búsqueda de estos otros mundos, de estas infinitas tierras. Y, para nuestra propia sorpresa, el resultado ha sido magnífico.
Más de 4300 planetas han sido ya confirmados en nuestra galaxia y la búsqueda continúa con el desarrollo de nuevas tecnologías de observación tanto desde tierra como desde el espacio. Como ya hemos visto alguna vez, estos planetas nos han impactado desde el principio pues a medida que se han ido identificando más y más, hemos podido comprobar que la naturaleza es deliciosamente original, como un pintor abstracto cuyo objetivo no es hacer copias exactas de sus ideas sino dejarse llevar por un caos ordenado, regido en este caso por las leyes de la Física. Y es que estos más de 4000 planetas no son, ni mucho menos, como los de nuestro Sistema Solar. Encontramos planetas como Júpiter en un infernal baile a una distancia de su estrella más de cien veces más cerca que nuestra Tierra del Sol, o planetas rocosos de tamaños descomunales, con hasta 2 veces el tamaño de nuestro mundo. Pero ¿sabéis lo que no hemos encontrado aún? Una Tierra; un planeta con exactamente las mismas condiciones y el mismo entorno que el nuestro, en el que sabemos que la vida, que nuestro tipo de vida, se ha podido desarrollar.
Todavía no hemos encontrado un planeta con exactamente las mismas condiciones y el mismo entorno que el nuestro, en el que sabemos que nuestro tipo de vida se ha podido desarrollar.
Si bien las próximas misiones espaciales están encaminadas a solventar este pequeño vacío en nuestra muestra de exoplanetas, pasarán décadas hasta que podamos encontrar un sistema planetario similar al nuestro. Y aún así, pasarán décadas hasta que podamos caracterizarlo lo suficientemente bien como para entender si nuestro tipo de vida se puede desarrollar allí o no. Aunque lo hiciéramos, nunca lo haremos con la certidumbre necesaria para afirmar, a través de la observación remota, que nuestra vida es viable en ese entorno. Siempre hay sorpresas, condiciones locales no medibles de forma remota (por eso es tan importante visitar in situ los planetas del Sistema Solar). Aún así, viajar a otros sistemas planetarios es inviable, no sólo en el corto o medio plazo, sino también en el largo plazo. Los viajes interestelares son, hoy por hoy, una utopía. Las leyes de la Física son las que son, no podemos viajar a más de la velocidad de la luz (ni siquiera podemos acercarnos a ese valor) así que cualquier otra estrella está a decenas, centenares, milenios… de años de viaje. Pero, lo que es más importante aún, al nivel actual de crecimiento de la crisis climática, nuestra Tierra será inviable para la vida de los seres humanos en menos de 200 años (como mucho). Y, desde luego, nuestra forma actual de vida (cómoda, con primaveras, veranos, otoños e inviernos, y sin muchos sobresaltos climáticos en general), será cosa del pasado en pocas décadas. Esto afectará directamente al desarrollo tecnológico e impedirá ir mucho más allá de donde nos encontramos ahora (adiós a los coches voladores y las ciudades al estilo El Quinto Elemento).
Pero hay más. El ser humano tiene eso que a mí me gusta llamar “responsabilidad cósmica frente a la protección de la vida y la inteligencia”. Por lo que sabemos de nuestro ejemplo en la Tierra, tras el salto de la química a la biología (eso que llamamos abiogénesis), la evolución de la vida a la inteligencia es un proceso no sólo extremadamente lento (como os expliqué en este vídeo de mi canal Mundos Lejanos que os animo a ver), sino también, al parecer, altamente improbable. En un nuevo vídeo que estoy preparando para ese canal, os contaré por qué estamos empezando a pensar que, si bien el surgimiento de la vida podría ser un proceso común (en el sentido de probable), la inteligencia podría ser más bien rara en el Universo (podéis leer un resumen en este otro artículo de Eppur Si Muove). El camino evolutivo de la vida es un proceso cruel de prueba y error en el que se producen grandes saltos o transiciones en escalas muy cortas de tiempo como por ejemplo la eucariogénesis, el salto de los procariotas (bacterias y arqueas) a los eucariotas (plantas, animales y hongos) o el paso de la unicelularidad a la multi-celularidad de los eucariotas que permitió posteriormente la evolución a estos tres reinos. Entender la probabilidad de estas transiciones y las escalas temporales en las que se producen es crucial para comprender si el camino hasta lo que somos hoy es espurio u ordinario.
Quizás, al fin y al cabo, a pesar de la ingente cantidad de planetas (ahora sabemos que en la práctica todas las estrellas albergan al menos uno), es posible que estemos solos en el Cosmos y que nuestra forma de inteligencia sea única. Preservarla, preservar el entorno en el que se ha desarrollado y en el único en el que sabemos que puede sobrevivir, la Tierra, es única y exclusivamente responsabilidad del ser humano, el único ser vivo con la capacidad de hacerlo. Porque no hay un plan B, ni lo habrá, tenemos la obligación cósmica de hacer todo lo posible para evitar la extinción (o mejor dicho la autodestrucción) de algo que puede que sólo se haya desarrollado en una de las doscientas mil millones de estrella que pueblan nuestra galaxia: la inteligencia. Evitar que la inteligencia sea auto-destructiva está en nuestra mano. Cuidemos el planeta y exijámonos responsabilidad individual y responsabilidad colectiva a los que tiene en su mano poder cambiar esta deriva hacia la extinción porque, repito, no hay un plan B, ni lo habrá.
jlillo
Deja una respuesta